
Después de llegar de comprarmelos, me los probó con unos calcetines blancos que ella misma me había hecho y tras ver que me lucían muy bien, la pobre, orgullosa de lo bien que me veía me mandó que los guardara yo. Al rato, llego mi padre de trabajar y como siempre se sentó en la mesa de la cocina, que era donde hacíamos la vida, y más en invierno, pues teníamos de aquellas cocinas de hierro fundido alimentadas de carbón y era donde mas caliente se estaba. En poco tiempo, mi madre, había puesto la mesa y empezábamos a comer. Al poco de empezar, mi padre empezó a protestar mentando al carbonero, pues para ganarle dinero al carbón en el peso, lo mojaba, y eso hacia que oliera mal al arder. A cada dos o tres cucharadas que se llevaba a la boca volvía a acordarse de la familia del carbonero. Al terminar de comer, tras muchas veces mentado el carbonero y tras abrir un poco la ventana para ventilar, mi madre, con una sonrisa orgullosa que le llegaba de oreja a oreja, se levantó y saliendo de la cocina le dijo a mi padre: Verás lo que le he comprado al niño. Y fue a mi habitación. Al momento se la oyó venir y preguntar: Tinin, ¿dónde has puesto los zapatos? Yo, como si tal cosa, me bajé de mi silla y con seguridad dije al tiempo que abría la puerta del horno de la cocina de carbón:
Aquí.
A mi padre, casi se le veía una sonrisa fruto de la trastada que yo había hecho, pero a mi madre... A mi madre se le escaparon unas lágrimas, lágrimas de impotencia, aunque quisiera haberme dado unos azotes, tras la primera lágrima ya me había perdonado. Yo le había estropeado el Domingo de Ramos pero ella era así, buena como la que más. A los dos días, se levantó pronto, limpió mis viejos zapatos y a la procesión.
¿Por qué me habré acordado hoy de aquello?